Tomado de partes del capítulo 3 del libro “Los niños de Hitler”, escrito por Guido Knopp y Jörg Müllner; resumen y títulos, Crates. - Sábado.12 de junio de 2010 - 1827 visitas - 1 comentario(s)
Primero debíamos aprender a obedecer. La idea era: solamente quien ha aprendido a obedecer puede ordenar (Uwe Lamprech, nacido en 1923, alumno).
Las escuelas de elite de Hitler eran los lugares de cultivo del nuevo hombre alemán, centros de formación para luchadores políticos fieles a la línea del partido: cadetes bajo la cruz gamada que soñaban con una gran carrera, como líderes de distrito, del partido o del Ejército… “Lo que nosotros, los instructores de la cantera de los líderes, queremos –dijo un líder de las SS en 1937 en una de las escuelas- es un estado moderno según el modelo de las ciudades-Estado helénicas. Entre un cinco y un diez por ciento de la población, la mejor selección, debe mandar; el resto tiene que trabajar y obedecer. Solamente así se pueden conseguir aquellos valores máximos que tenemos que exigir de nosotros mismos y del pueblo alemán”.
Si el Reich de Hitler hubiera durado unos pocos años más, los primeros alumnos de elite –unos hombres que desde pequeños conocían solamente una cosa: servir a su ‘Führer’ y exterminar a sus enemigos- habrían llegado a ocupar posiciones de poder. “Después de sólo una generación –dijo Albert Speer después de la guerra- , hubiera sustituido a la clase dirigente un nuevo tipo de líder, educado según los nuevos principios de educación en las escuelas de Adolf Hitler y en las ‘fortalezas de la Orden’ y considerado, a veces, demasiado insensible y arrogante, incluso en los círculos del partido”.
Asombrosamente un gran número de ex – alumnos de estos centros de disciplina han protagonizado luego una carrera en la democracia –en la economía, el periodismo, la política o la diplomacia-. Antiguos alumnos de esta elite cuentan sin temor su vida en las escuelas de Hitler, como el ex – director del periódico "Die Zeit", Theo Sommer, o el ex – redactor en jefe de la revista “Padres”, Otto Schuster. Algunos destacan aún las ventajas de una educación que exhortaba a la dureza, tanto hacia uno mismo como hacia los otros: “Nos han educado bien para una causa miserable”.
Con respecto a la cantera que tendría que conformar el futuro bélico, la calidad racial del material humano a su disposición era un elemento decisivo para Hitler. Manifestó que el Estado asumía “la función de sacar las cabezas más aptas de la suma de todos los compatriotas y de procurar colocarlas bien”. Sólo así podría crearse lo nuevo. Hitler escribió ya en 1925, en ’Mein Kampf’, que la educación “tendría que encontrar su coronación al marcar a fuego, instintiva y racionalmente, en el corazón y el cerebro de la juventud que le ha sido confiada, el sentido racial y el sentimiento racial. Ningún chico y ninguna chica debe dejar la escuela sin haber alcanzado el conocimiento último sobre la necesidad y la esencia de la pureza de la sangre”. Sobre estos pilares de una pedagogía inhumana se crearon una serie de escuelas de selección en las cuales debía hacerse realidad la obcecación de Hitler por el cultivo de un nuevo hombre dominador: eran los Institutos Nacional – Políticos de Educación (Napolas) o las Escuelas de Adolf Hitler. Al fin de la guerra existían 37 Napolas.
Más de 17.000 jóvenes fueron a esas escuelas. La primera generación de una nueva “Nobleza política” estaba lista para tomar el poder… “A estas escuelas –dijo Hitler el 10 de diciembre de 1940 ante los obreros de la industria de armamento en Berlín- llevamos a los niños de talento, a los niños de nuestro pueblo. Hijos de obreros, hijos de campesinos, cuyos padres nunca podrían pagar su asistencia a estudios superiores […]. Llegan, posteriormente, al partido, llegan a las fortalezas de la Orden, y ocuparán algún día las posiciones supremas […]. Tenemos una meta fantástica. Nos imaginamos un Estado en el cual cada puesto debe estar ocupado por el hijo más apto de nuestro pueblo, no importa de dónde provenga. Un Estado en el cual el nacimiento no significa nada en absoluto y el rendimiento y la capacidad lo es todo”. Esta fue la única vez en que Hitler mencionó sus escuelas de selección en un discurso.
Cada distrito (Gau) debía disponer de su propia escuela de Adolf Hitler, lo que resultaba una ilusión porque faltaba el dinero para eso. En aquella época nadie hablaba de unas escuelas para la elite. Quien quería decir “elite” hablaba de “selección”, de “selección permanente”: un proceso durante el cual cada uno tenía que acreditarse e imponerse continuamente. De esta manera, los más fuertes tenían que ser los escogidos. “Quien ha pasado esa formación está políticamente marcado y es un luchador incondicional del nacionalsocialismo. Fanáticamente convencido de su fe en la idea, tiene que ser un ejemplo de la vida nacionalsocialista para todo el pueblo, un ancla firme para todas las figuras vacilantes, un enemigo de todos los parásitos del pueblo. El joven no se convierte en un beneficiario de una institución del movimiento, sino en su representante, en un portador de la idea, allá implantada en él” (Robert Ley, líder de Organización del Reich). Las escuelas de Adolf Hitler eran forjas para cuadros de mando pardos que prometían carreras meteóricas.
A la “selección de la juventud alemana” que se reunía, según decían, en esas escuelas, le debía estar abierta “cualquier carrera en el Partido y en el Estado”. Hasta el nombramiento como líderes de distrito o como gobernadores de una región lejana en el conquistado Este, tenían que recorrer un camino largo y duro: cinco años en la Escuela de Adolf Hitler; luego servicio militar y servicio del trabajo; después de una nueva selección como “joven dirigente noble”, a las fortalezas de la Orden… donde los candidatos a dirigente, una vez más, debían ser ideológicamente pulidos e instruidos como “portadores de la antorcha de la nación”. Todo estaba ya fijado por escrito: en el primer año de formación, ‘filosofía racial del nuevo orden’, en el segundo ‘formación del carácter’ y en el tercero ‘tareas de la administración y del ejército y la diplomacia’.
“Queremos saber –dijo Robert Ley en 1935, durante la celebración por cubrir aguas en la fortaleza de la Orden Sonthofen- si estos hombres llevan dentro de sí la voluntad de mando, de dominar, en una palabra: de imperar. El NSDAP y sus líderes tienen que querer imperar. Queremos imperar, nos alegramos de imperar, no para ser unos déspotas o para ejercer una tiranía sádica, sino porque creemos a pies juntillas que en todas las cosas solamente uno puede dirigir y que solamente uno puede tener toda la responsabilidad. A este único le pertenece todo el poder. Por eso, estos hombres, por ejemplo, aprenderán a montar a caballo no para obtener una ventaja en la sociedad, sino que deben aprender a ir a caballo para tener la sensación de dominar por completo a un ser viviente. El líder tiene que saber dominar al caballo, no con las espuelas, sino con su voluntad”.
Sólo el que reunía el requisito más importante, el ‘origen ario’, llegaba al club de los futuros gobernantes. .. A principios del año 1937, Joachim Baumann estaba enfermo en la cama, cuando su madre entró en la habitación con el periódico en la mano: “¡Escucha, hijo, lo que pone aquí! El Führer funda una nueva escuela, y tú cumples todas las condiciones que piden: tus padres son nacionalsocialistas, vas bien en los estudios y mi encantador portador del banderín ha hecho un buen papel en las juventudes hitlerianas. Y todo es gratis. ¿Qué dices, entonces?”. Al principio, el padre de Baumann no estaba en absoluto entusiasmado con la idea de que su hijo fuera “al colegio de cadetes o algo parecido”. La madre, sin embargo, deseaba que su hijo hiciera carrera, que tuviese las mejores oportunidades para el futuro. Baumann piensa hoy que fue ella la que convenció a su marido; al fin y al cabo, no costaba nada y era un honor.
Los alumnos de Hitler no podían presentar su propia solicitud, sino que eran “llamados” por los “portadores de soberanía del partido”. Primero, sin embargo, cada uno de ellos tenía que acreditarse en el “campo de selección”. De sesenta jóvenes, solamente diez consiguieron llegar al curso de selección comarcal de Marienweder. Baumann lo logró. Los juegos al aire libre y el deporte contaban tanto como el rendimiento escolar. La fortaleza corporal parecía ser incluso más importante que la lectura y la escritura: “Lo que importaba era el aguante físico durante las marchas con carga y durante los juegos al aire libre. En la época escolar, nunca exigían mentalmente demasiado de mí, físicamente, sin embargo, sí lo hacían”. Ya el simple hecho de llevar gafas bastaba para ser rechazada por un Napola. Las influencias no siempre bastaban. En Bensberg , un sobrino del líder de Organización del Reich, Ley, y el hijo del líder territorial de las Juventudes Hitlerianas en aquel lugar fueron rechazados “por sus defectos físicos y mentales”.
En Postdam, el educador Fritz Kloppe fijó la siguiente directiva: “Los niños débiles con defectos corporales, con enfermedades hereditarias –problemas cardiacos, defectos oculares- son completamente inadecuados para un ingreso. Si bien el caso de un chico hábil, de raza perfecta, con un defecto de este tipo, era personalmente deplorable, los sentimientos humanos son inadmisibles. El bien común de los sanos no permite tener consideración alguna con los enfermos y débiles”. Detrás de eso se escondía un método. “El que quiere vivir –manifestaba Hitler- se impone, y el que no se puede imponer no vale para la vida, se extinguirá. La tierra no está hecha para pueblos cobardes, ni para los perezosos, ni para los débiles, sino que la tierra está hecha para aquellos que la toman. La tierra es un cáliz que circula y que siempre se da a los pueblos que la merecen, que en la lucha por la vida se muestran lo suficientemente fuertes para asegurar su propia base de existencia”. Los alumnos de Hitler debían dar perfecto cumplimiento a esta exigencia.
A los futuros gobernantes no les debía faltar nada. El régimen no reparaba en gastos para la formación de la nueva generación de líderes. Las lecciones de deporte incluían vela, esgrima, equitación, remo, vuelo sin motor y, para las clases superiores, también la conducción de coches y motocicletas. “A través de las circunstancias exteriores notábamos que éramos algo especial. Había una gran oferta en materia de viajes y maniobras, como se decía en aquella época. Podíamos esquiar, podíamos practicar el vuelo sin motor. Aquello era realmente extraordinario para un chico de aquel tiempo. Al mismo tiempo recibíamos visitas del líder del Reich de las SS, Heinrich Himmler, o del ministro de Educación del Reich, Rust, y de otros. Se cuidaban de nosotros. Y por supuesto lo notábamos”.
El solo hecho de haber aprobado el proceso de selección ya le produjo a Baumann una sensación de orgullo: había conseguido algo, era mejor que los chicos de su edad, pertenecía a una elite. “Estaba enormemente orgulloso –recuerda Heinz Giebeler-. Podía explicarlo en clase. Me alegraba que mis padres se alegrarán, y era muy feliz”. Los sentimientos de superioridad se apoderaban de estos alumnos. Algunas canciones aumentaban aún más este sentimiento sublime: “Llevamos con orgullo el nombre del Führer, queremos ser sus mejores hombres. Y ninguno pregunta de dónde venimos; entre nosotros sólo vale el hombre por sí mismo. No hay mediocres entre los nuestros, cantamos y marchamos, marchamos al mismo paso”.
“En los Institutos Nacionalpolíticos de Educación, los jóvenes estarán durante nueve años, en cada minuto libre, de servicio y uniformados. Se admite solamente a los jóvenes que están tan entusiasmados por el nacionalsocialismo que renuncian a las ideas y las bromas comunes de los colegiales y quieren llevar una nueva vida”. – La nueva vida se parecía a la de un cuartel: “Llegué de la casa paterna a una comunidad militar. Muchos novicios sufrieron un shock. Todo era nuevo y el trato era áspero; los armarios se llamaban taquillas, las clases secciones… Desde el primer día, todo se hacía siguiendo las voces de mando y a paso acompasado. Cada uno de nosotros debía entender la lección: ‘Tú no eres nada, el pueblo lo es todo’”.
El que ‘destacaba’ tenía que contar con llamadas, castigos y ejercicios de instrucción especiales. “Debíamos aprender a obedecer, teniendo siempre presente la siguiente idea: solamente el que ha aprendido a obedecer sabe ordenar”, dice Uwe Lamprecht. Para eso servían las llamadas para controlar las habitaciones, la inspección de vestuario, el cuadrarse, los saludos al mediodía y cada mediodía un nuevo lema por el cual el colectivo tenía que guiarse: “Quienes menos temen a la muerte, son aquellos cuya vida tiene más valor”, “Quien quiera vivir, que pelee, y quien no quiera pelear en este mundo de eterna lucha, no merece la vida”, “Nuestra vida no vale nada si no es empleada para el Führer y para la nación”. – “Uno quería pasar inadvertido para salvarse de los castigos –recuerda Gerd Ekkerhard Lorentz-. Y además era como una ruleta de la suerte. Quien llamaba la atención frecuentemente, era considerado un ‘inútil’, un ‘tonto’, un ‘fracasado’”. El que no obedecía era puesto en la picota. El que no era un ‘camarada’ llegaba a caer en desgracia: “esto significaba que la sección no hablaba con él durante un tiempo, que lo ignoraba por completo… Y si la falta era más grave, era visitado por la noche en su cama y se le untaba el trasero con betún –el llamado ‘espíritu santo’-“.
Harry Bolte, del Napola Ildfeldt, dice: “La educación requería una cierta robustez tanto física como psíquica. Frecuentemente éramos intolerantes con los individualistas y los más sensibles. El que se desviaba de la norma recibía una paliza”. – “En esta escuela –se decía en un artículo de prensa sobre el Napola Plön-, la actitud vital nacionalsocialista tiene que ser la suprema ley fundamental. Aquí tiene que dominar la intolerancia más extrema contra todas las fuerzas contrarías al nacionalsocialismo”.
En las Escuelas de Adolf Hitler, chicos de sólo doce años eran ya responsables de todo el transcurso del servicio: del despertar puntual, de la presencia en la clase y a la hora de la comida, de que las camas estuvieran correctamente hechas y de las uñas limpias. “Así aprende a mandar y obtiene la fuerza sugestiva de la confianza en sí mismo, necesaria para imponer la propia voluntad –explicaba entusiasmado un educador en la prensa nacionalsocialista-. En la siguiente semana, otro le releva y aprende de nuevo a obedecer. Todos deben liderar, y todos deben obedecer. De esta manera, la sección se convierte poco a poco en un equipo”.
Había también castigos aplicados directamente por los educadores, que procedían principalmente de las Juventudes Hitlerianas, de las SS o de las SA. Ellos eran los verdaderos soberanos de los Institutos, pero llevaban el mismo uniforme que los alumnos. Harry Bolte –Napola Ildfeldt- dice que así “debía ser más evidente que allí convivían los camaradas mayores y los más jóvenes, apartándose conscientemente de la relación profesor – alumno de los institutos públicos de bachillerato. La relación debía estar marcada por la camaradería”. Los educadores, la mayoría menores de treinta años, estaban en todas partes. Dormían en la sala común, daban clases, vigilaban los deberes…
Algunos ex alumnos de elite se sienten, aun hoy en día, unidos con ellos por una relación amistosa: “Hoy en día calificaría a nuestros profesores con un buen promedio. En general, estaban fuertemente comprometidos con la pedagogía y motivaban a los alumnos”. En los exámenes, según Baumann, los alumnos nunca copiaban -habría sido “deshonroso”-: el educador escribía un tema en la pizarra y salía de la clase. Quien copiaba era denunciado por los compañeros, pero no se castigaba al autor de la falta, sino que se pronunciaba un discurso bien claro sobre el sentido de la franqueza. “Chicos, ¿por qué practicamos nuestra forma de examen? Porque sois los elegidos, ¿verdad? ¡Pues entonces!”.
Todos, sin embargo, daban importancia a virtudes como la disciplina y el orden. Y existían instructores que convertían el lema “alabado sea lo que hace duro” en carta blanca para sus vejaciones sin escrúpulos. Los ‘bailes de disfraces’ eran una de las vejaciones preferidas. En un tiempo cada vez más corto, los alumnos tenían que ponerse diferentes uniformes o combinaciones arbitrarias de prendas: “¡En cuatro minutos en chaqueta de dril, bañador, zapatos bajos y cepillo de dientes en la mano izquierda!”. En la puerta de los cuartos se encontraba un educador con el cronómetro en la mano que anunciaba cuánto tiempo había pasado ya. Se anotaba el nombre y se le consideraba uno que ‘había llamado la atención’. La consecuencia: el tiempo libre quedaba eliminado.
La idea funcionó: a quien se exige mucho con dureza, se le hace sentir como alguien especial. Los alumnos debían llegar a los límites de su capacidad de rendimiento. Debían aprender a superar el miedo, saltar por el balcón con las piernas encogidas: “Y en eso había dos aspectos: primero, debería tener el coraje de saltar hacia lo desconocido; segundo, debería tener confianza en el que daba la orden, que no me dejaría saltar a la muerte si no era absolutamente necesario. Debía confiar en el mando, que no ordenaba nada injusto”. Quien se oponía a realizar pruebas de coraje era rechazado o expulsado de la escuela.
Los pupilos debían aprender en el deporte a superarse a sí mismos. Les exigían hasta que llegaban al agotamiento total, hasta el punto en que la razón se apaga, en el que el miedo a la muerte ha desaparecido, en el que la identificación con todo lo que se refiere al sistema es total: “Debíamos llegar a conocer ese punto, para así, si era necesario, poder dar lo último de nosotros por el pueblo y el Führer”. El escrito de homenaje con motivo del décimo aniversario de los Napolas anunció: “Uno de los medios de educación esenciales en una escuela dirigida según el espíritu nacionalsocialista son los ejercicios físicos. Es secundario que uno u otro sea el ganador. Lo importante es la experiencia de ser superior a los otros”. En su informe sobre “La excursión a la montaña del Allgäu”, un educador escribió: “Viajes así exigen el último esfuerzo, la camaradería más fuerte, el último coraje. Me alegré cuando vi que ningún joven se fatigaba ni ponía mala cara. En la superación de la ‘cobardía intima’ veo un buen ejemplo del último espíritu de sacrificio para el caso de la suprema acción”. Al hablar de la suprema acción se refería a la guerra.
Donde se predicaba la fe en Hitler, no había lugar para las otras religiones. Las Napolas primero limitaron la enseñanza religiosa, y después la eliminaron del todo. En Nauburg, los jóvenes preguntaron al superintendente: “¿El nacionalsocialismo y el cristianismo son compatibles? ¿Es correcto que la Iglesia reciba del Estado doscientos millones? ¿Por qué tenemos que aprender los Diez Mandamientos judíos? ¿Por qué la Iglesia ha rechazado el entierro de un hombre de las SA?”. Desde 1938, en los Napolas ya no existieron clases de ninguna religión confesionalmente determinada. En 1942, de 6.093 alumnos solamente una cuarta parte era aún “creyente en Dios”. Algo parecido pasaba entre los “alumnos de Adolf Hitler”; uno escribió en su diario: “Me doy de baja de la Iglesia. Mis padres no lo quieren, pero no se puede pagar impuestos para un enemigo”. En vez de religión, los educadores enseñaban leyendas del mundo de los dioses germánicos o conocimiento del partido. Aun hoy en día uno de los alumnos puede recitar de memoria unos versos de la poética Edda: “El patrimonio muere. La estirpe muere. Tú mismo mueres como ella. Sólo una cosa conozco que viva eternamente: la gloria por las acciones de los muertos”.
Las Escuelas de Adolf Hitler eran, principalmente, centros de cultivo de la disciplina del partido, que transmitían más ideología que conocimientos. Las palabras de Hitler determinaron la orientación: “Ni nuestros profesores ni eruditos, ni los pensadores y poetas han sacado a nuestro pueblo del borde del precipicio, sino que lo han hecho exclusivamente las virtudes castrenses en la política de nuestro partido… Lo decisivo es que constituimos una organización de hombres que velan por los intereses de la nación de manera persistente y tenaz, pero también desconsideradamente si es necesario”.
No es de extrañar que la supuesta elite fuera inferior -en los exámenes de asignaturas teóricas- a los alumnos de las escuelas “normales”. Al fin y al cabo, el interés principal se centraba en el deporte, los juegos sobre el terreno y las maniobras. Los pupilos raramente se encontraban abrumados por un exceso de conocimientos: “Los conocimientos científicos bastan para cubrir vuestro deber como soldados –manifestó el comandante a la cuarta generación de la Escuela de Adolf Hitler, como orientación para su futuro camino-. Lo que aún os falta, y lo que no os podía ser dado, os lo proporcionará la dura escuela de la guerra con unas ricas experiencias vitales”.
Los crímenes, el terror, la vida cotidiana de la dictadura apenas penetraron en las fortalezas de la Orden y los institutos. La “selección” vivía como en una isla. “¿Qué sabemos de cupones alimenticios, de cupones para la ropa, de todas las dificultades de la guerra y de lo que ésta conlleva de privaciones para todos? Tenemos nuestro “Estado” propio, que está sujeto a condiciones totalmente diferentes”.
Las excursiones a la vida real eran raras. Cada joven tenía que trabajar durante doce semanas en una mina para adquirir conocimientos de dominación, para vivir la comunidad popular. Cada alumno de elite se debía preguntar bajo tierra: “¿Cómo tienes que tratar a estos hombres que aman a su país alemán de todo corazón, a pesar de la dureza de su trabajo y de su destino?”.
Durante el servicio rural, algunos se planteaban preguntas de otra clase. “¿Cómo va todo desde que los judíos están fuera?”, preguntó un alumno a un agricultor del Sauerland. Éste respondió que todo iba muy mal porque el comercio de ganado ya no funcionaba. El joven se asombró e intentó encontrar argumentos: uno no debía ver las cosas con estrechez de miras, etc. El agricultor no se dejó convencer. El argumento práctico ganó, pero de eso los alumnos de Hitler sabían muy poco.
Las debilidades de Robert Ley, fundador, financiero y patrocinador de las Escuelas de Adolf Hitler, constituían un secreto a voces. Era cierto que le gustaba mostrarse jovial y había prometido a varios pupilos una carrera como capitán de un barco llamado ‘Fuerza a través del placer’. Pero Robert Ley se desprestigió tanto entre los alumnos que estos incluso se atrevían a realizar pequeños atentados. Debía de ser a finales de enero o principios de febrero de 1945, narra Theo Sommer,”entonces apareció de repente un coche en la entrada de la Fortaleza de la Orden”. Detrás del volante estaba Robert Ley y a su lado una actriz. “Era una amante de Ley y aparentemente la quería alojar en la Fortaleza. Nos enfadamos tanto que exteriorizamos nuestro disgusto aplastando el motor con nuestras pesadas botas de esquiar. Para nosotros era la encarnación de un cacique”.
Solamente una persona quedó exenta de cualquier crítica: Adolf Hitler. Ponerle tachas, equivalía a un pecado. Adolf Hitler, sin embargo, no se dejó ver nunca en las escuelas de elite. Pero la orden de Hitler de que solamente los alumnos de las escuelas de elite llegasen a ser oficiales del Ejército correspondía enteramente a los deseos de la mayoría de los alumnos.
Cada día de guerra crecía el deseo de poder acreditarse por fin. Solamente el miedo de no llegar a tiempo a la guerra era más grande. “Después de la expedición militar en Francia –recuerda Hans Günther Zempelin- nuestro educador dijo: ‘Bueno, chicos, a prepararse otra vez para el bachillerato de la paz’. Para nosotros era una idea horrorosa”. El 75% de los alumnos, como dijo el inspector de los Napolas, August Heissmeyer, se decidieron a hacer carrera como oficiales.
Quien era enviado a filas era envidiado por sus compañeros. Lemas diabólicamente románticos envolvían a la presuntamente “dulce” muerte por el Führer y por la patria. Los alumnos de Hitler respondían a las noticias sobre la muerte de sus compañeros con el himno de Hölderlin: “Vive arriba, ¡oh, patria!, y no cuentes los muertos. Por ti, ¡querida!, no ha caído uno de más”. La supuesta ‘selección’ de la juventud alemana no sabía prácticamente nada sobre lo que significaba la guerra.
El miedo de no llegar a tiempo a la guerra apenas les dejaba descansar. Quien se podía incorporar por fin a filas pensaba que era un ser especial, un escogido. En marzo de 1944, August Heissmeyer dio parte a Heinrich Himmler: “Precisamente ahora la cantera de líderes se ha acreditado ante el enemigo: cuatro llevan las Hojas de Encina, treinta y tres la Cruz del Caballero, noventa y seis la Cruz Alemana de Oro, 1.226 han caído, desaparecido…”. En los Napolas aumentaban las llamadas durante las cuales se leían los nombres de los caídos: “Al principio estábamos orgullosos –dice Uwe Lamprecht- de que alguien hubiera podido dar su vida por Alemania. Así pensábamos entonces. Más tarde estábamos consternados, porque cayeron muchos de los compañeros más jóvenes que conocíamos. Además, no caían solamente nuestros compañeros, sino también nuestros padres”.
n el primer año de la guerra, las acciones de las Juventudes Hitlerianas se producían lejos del sangriento frente. Esto cambió de golpe cuando la guerra llegó a Alemania. Winston Churchill, enérgico defensor de una política de fuerza contra la Alemania nazi, autorizó el 11 de mayo de 1940 los ataques de la Royal Air Force a la zona interior de Alemania. El 20 de febrero de 1942 los ingleses apostaron completamente por la estrategia del terror, nombrando a Arthur Harris jefe de la flota británica de bombardeo. Harris, que pronto fue denominado en Alemania ‘bombardero Harris’, se convertiría en sinónimo absoluto del terror: su gran objetivo declarado era la “desmoralización del pueblo alemán” mediante bombardeos sobre ampliar áreas de las ciudades alemanas.
El comienzo lo constituyó el ataque a Lübeck en marzo de 1942, durante el cual se usaron por primera vez a gran escala bombas incendiarias, En mayo de 1942 el destructor ‘ataque de los mil bombarderos’ sobre Colonia mostró de lo que eran capaces los ingleses. Cuando la Royal Air Force obtuvo asistencia de los norteamericanos, a principios de 1943, empezó al mismo tiempo el terror de los bombardeos incesantes: ataques de precisión norteamericanos durante el día, alfombras de bombas británicas por la noche. Las bombas incendiarías y explosivas, en parte lanzadas junto con bidones de fósforo, atizaron esas tormentas de fuego infernales que redujeron a cenizas ciudades como Hamburgo y Dresde.
En otoño de 1944, el inspector de los Napolas, August Heissmeyer, aún quería convertir todos los institutos en bases fijas de la lucha, en los últimos bastiones de una guerra ya perdida desde hace tiempo. En enero de 1945 también él empezó a ver claro que la derrota era definitiva. Los Institutos amenazados por el avance del Ejército Rojo fueron evacuados. Solamente en las Escuelas de Adolf Hitler la planificación continuaba.
Ver los cadáveres mutilados fue una experiencia traumática. “Ninguno de nosotros se atrevía a hablar en voz alta –recuerda Lorenz-. ¿Estaríamos también pronto tumbados en el suelo como ellos? Las fotos esparcidas por el suelo, al lado de los muertos, producían aún más angustia. ¿Sería la madre, la novia, la hermana?”. Los jóvenes aun creían que la suerte cambiaría. Al fin y al cabo, Heissmeyer se lo había prometido. La mañana siguiente empezó con fuego de artillería pesada. Baterías de lanzamiento, los llamados ‘órganos de Stalin’, bombardeaban la 5ª sección del Napola Postdam. Estaban cercados, indefensos. Otto Möller, educador, pidió morfina, con la voz distorsionada por los dolores. Una granada le había despedazado ambas piernas: “¡Misericordia! ¡Dadme morfina!”.
Los pupilos de las fortalezas de la Orden, que llevaban el nombre de Hitler, se sentían obligados en la “lucha final” a sacrificar su vida como “caballeros contra la muerte y el diablo”. El once de febrero de 1945, un ’alumno de Adolf Hitler’ escribió: “Hace diez días participé voluntariamente en un ataque. Recuperamos un pueblo. Entre cuarenta y sesenta jóvenes de Hitler atacaron junto a nosotros. Nos acompañaron voluntariamente… Fue una alegría para mí ver cómo esos chicos disparaban audazmente, cómo saltaban y eran los primeros. Los soldados se quedaron doscientos metros atrás. Nuestros chicos cantaban al atacar, gritaban ¡hurra! y fueron los que sufrieron más bajas. Los más jóvenes tenían catorce años y medio. De esta manera realizamos nuestros ideales”.
Pero con el hundimiento del imperio de Hitler, todos los sueños y esperanzas de los ‘futuros líderes’ se deshicieron. “La gente a la que había mirado con respeto –expone Hans Buchholz- fue tildada de criminal. Las ideas por las que había vivido y por las que habría estado dispuesto a morir se convirtieron en conceptos criminales”.
Un mundo se había roto en pedazos. “Un mundo en el que creí hasta el final –señala Leopold Chalupa, entonces en el Napola Naumburg y más tarde Comandante Supremo de la Europa Central para la OTAN-, ya que el imperio de la gran Alemania podría salir victorioso de la guerra gracias a las armas milagrosas que aún tenía”. Ernst Lorentz, del Napola Postdam, había caído prisionero, cuando noto un soplo de aire en un día soleado de mayo: “¿Y qué pensé? Pues, me dije, este es el último efecto de una onda expansiva del arma milagrosa. Esta corriente de aire tuvo que venir de alguna parte”.
Uno de cada dos alumnos tuvo su “muerte heroica”, seducido y deslumbrado por una pedagogía inhumana. A pesar de eso, muchos ex - alumnos de la “selección” de entonces aún continúan destacando las ventajas de aquella educación. Sin duda, muchas cosas en los Napolas les dolieron. ¿Pero realmente les causaron algún daño? Lamprecht tuvo éxito en su profesión de médico. Dice que su educación “le ayudó a sacar su vida adelante bastante bien”. Asombrosamente, muchos alumnos de elite de aquel entonces hicieron carrera. Se impusieron tal como habían sido enseñados, con disciplina, dureza y perseverancia. Lamprecht dice que rápidamente pudo liberarse del lastre ideológico. Martin Borman llegó a ser sacerdote en el Congo. Como actor juvenil, Hardy Kruger ayudó a poner a salvo a judíos en Suiza. La mayoría de los alumnos de élite se libraron de la mala influencia del nazismo.
Para Hans Gunther Zempelin, cuya carrera profesional le llevó al frente de un grupo de empresas multimillonario, queda después de todo “el recuerdo de muchos jóvenes estupendos y amables cuyas vidas acabaron con dieciocho o diecinueve años. Fueron las víctimas de un régimen criminal”.
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Tu hijo, ya ahora, nos pertenece. ¿Qué eres tú? Vas a extinguirte, pero tus descendientes ya están en el campamento nuevo. En poco tiempo no conocerán otra cosa en absoluto (Adolf Hitler, 1933).
Los niños de Hitler : retrato de una generación manipulada, de Guido Knopp y varios colaboradores a los que no se acredita en la cubierta, se editó en castellano por Salvat en el año 2001 -en una edición al parecer agotada-, y se reeditó en bolsillo bajo el sello Booket unos años después.
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