Salía de casa con un pañuelo perfumado en el bolsillo que en la puerta, tras una somera inspección, le doblaba cuidadosamente su fiel Fany. Así, impecable -el bastón, el pelo engominado-, llegaba casi a diario a la casa de Bioy, en la que a menudo se quedaba hasta última hora de la tarde. De ahí la frase repetida con monótona insistencia, diríase acusadora, en el diario que éste escribió durante años: «Come en casa Borges».
En aquel enorme piso se encerraban los dos durante horas a trabajar en un despacho del que, según Silvina Ocampo, salían estruendosas carcajadas. Los «Biorges», los llamaban. Habían comenzado a escribir juntos en 1937; un folleto publicitario sobre las propiedades del yogur que editó la empresa familiar de los Casares, La Martona, dedicada a la distribución y envasado de productos lácteos. El tío de Bioy, Miguel, les había ofrecido 16 pesos por página, y ambos redactaron el texto en el comedor de la casa, bebiendo cacao. Fue ahí donde surgió Horacio Bustos Domecq, un autor cuyo nombre construyeron con los apellidos de dos de sus bisabuelos: Bustos en el caso de Borges, y Domecq en el de Bioy. Con ese nombre publicarían, en 1942, Seis problemas para don Isidro Parodi, y con los años, otros dos libros más.
«Parece ser que Bioy era quien escribía, porque Borges siempre tuvo problemas de visión y se fatigaba -afirma el escritor y crítico Blas Matamoro-. La manera en que trabajaban era la típica de los autores de teatro que escriben en voz alta para controlar el tiempo y el sonido del texto. Probablemente Bioy aportara los diálogos, el lenguaje coloquial, y Borges el gusto por el cuento policiaco y el toque metafísico del argumento. Crearon también otro autor, Suárez Lynch, y juntos firmaron multitud de artículos, antologías y textos para editoriales.»
Amigos e hijastros. A pesar de lo insólito que pueda parecer la idea de escribir a cuatro manos, la Historia de la literatura aparece poblada de casos. Dickens, por ejemplo, estableció un fructífero acuerdo con Wilkie Collins, con quien firmó decenas de relatos; Stevenson colaboró durante años con su hijastro, Lloyd Osbourne, junto al que escribió varias novelas; y Conrad, en un momento de su carrera, sugirió a Ford Madox Ford una sociedad literaria de la que salieron, en colaboración, tres libros.
Volviendo a Borges, parece que llegó a plantearse escribir una novela entre tres, junto a Bioy y Juan Rodolfo Wilcock, aunque nunca se llevó a cabo. Pero sí escribieron un libro al alimón Bioy y Silvina Ocampo, Los que aman odian, y otro Silvina con Wilkock, Los traidores. «Creo que escribir una novela a medias es un contrasentido con la esencia misma de la literatura -opina el escritor y crítico Rodrigo Fresán-. Más bien creo que se trata de artefactos o divertimentos literarios. No recuerdo ninguna obra maestra escrita por dos autores, salvo tal vez el caso de Borges y Bioy, interesante en la medida en que inventan un escritor que escribe un libro cuya creación, por tanto, forma parte del propio libro.»
Un cadáver en el Hudson. En agosto de 1944 tuvo lugar en Nueva York un asesinato en el que se vieron implicados dos iconos de la generación beat, William Burroughs y Jack Kerouac. Su amigo Lucien Carr mató a David Kammerer y arrojó el cadáver al río Hudson. Kerouac y Burroughs fueron acusados de encubridores y detenidos. El suceso inspiraría una novela que escribieron a medias, Y los hipopótamos hirvieron en sus tanques, título que tenía que ver con el incendio en un zoo de Saint Louis, y que no se publicó hasta 2008. «Si esta novela la hubieran escrito más avanzada su carrera, habría tenido más interés -añade Fresán-. Se trata de una obra primeriza escrita por dos jóvenes autores todavía sin formar, y que tiene la curiosidad del aparataje que la rodea: el asesinato, la implicación de ambos, los litigios por la propiedad de la obra... Lo que interesa del libro es la historia del propio libro y, desde luego, el título.»
En estas obras, una de las cuestiones que mayor interés despierta es el proceso de escritura. Burroughs y Kerouac, por ejemplo, se encargaron cada uno de un capítulo -Burroughs de los impares, Kerouac de los pares-; en ellos, un narrador, distinto en cada caso, da su visión de la historia. Este mismo sistema, el del alternar capítulos, fue el que adoptaron Flaubert y Maxime du Camp en una novela que escribieron juntos, mientras que Roberto Bolaño y Antonio García Porta, en Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, partieron de un borrador escrito por Porta sobre el que trabajó después Bolaño, que también se encargó de mover el manuscrito por editoriales y premios, hasta que logró, en 1984, el Premio Ámbito Literario de Narrativa.
En todo caso, sí parece que muchas de estas experiencias son fruto del capricho o de la casualidad. Así ocurrió con Impares, fila 13, de Luis García Montero y Felipe Benítez Reyes. «Era el año 95, yo acababa de comprar mi primer ordenador y como Luis tenía un cierto rodaje se prestó a enseñarme a editar -recuerda Benítez Reyes-. Así que me senté, y escribí: «Cuando el hombre de la máscara de plata comenzó a descuartizar a la peluquera...», y a partir de ahí decidimos continuar entre los dos, medio en broma, medio en serio.» Durante meses, se enviaron un disquete por correo cada dos semanas en el que cada uno corregía el trabajo del otro y avanzaba en la narración. «El resultado es un libro que no es ni suyo ni mío, un divertimento que no creo que quedara mal del todo. Algo que se hace una vez en la vida y de joven, porque uno se acaba volviendo muy maniático con las comas.»
Compañero parásito. Hay que hablar, finalmente, de aquellos autores cuya colaboración se convierte en simbiosis, como los hermanos Goncourt, que trabajaron juntos, siempre, o el tándem Erckmann-Chatrian, autores de una vasta producción -casi sesenta libros- que firmaron durante más de cuarenta años. Ambos esbozaban las tramas, Erckmann se dedicaba a escribir y Chatrian a corregir, al tiempo que ejercía de agente. Cuando se pelearon en 1886, Chatrian, acusado por su compañero de parásito, no volvió a publicar, y Erckmann escribió algunas narraciones, aunque sin éxito.
Menos problemas, y sobre todo un final feliz, tuvo la colaboración que en su día mantuvieron Arturo Pérez-Reverte y su hija Carlota, que firmaron juntos la primera entrega de Alatriste. Cuenta Pérez-Reverte que él se ocupó de la redacción y ella de recopilar parte de la documentación, trabajo por el que le pagó veinticinco mil pesetas que invirtió en libros. Es cierto que Carlota no ha vuelto a publicar novelas, pero es historiadora y arqueóloga, así que no debió de elegir mal.
Por: Por Jesús Marchamalo.
Fuente: http://www.abc.es/
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