DE LA ESFERA MARAVILLOSA

Jorge Luis Borges en su obra literaria intuye, y cree como Shakespeare, que la mujer y el hombre son un sueño y que de ese ensoñar como un reflejo se desprende la vida, que es una obra de arte. Lucrecio hace varios siglos predicó que desde donde uno está, parte el universo. Porque el ser humano, siendo un punto de contacto entre dos mundos, el material y el espiritual, por lo mismo contiene a ambos mundos y es en sí principio y final, Infierno y Paraíso. Borges cita en su cuento El Simurgh y el Aguila a Plotino (Eneadas, V, 8.4.): "Todo, en el cielo inteligible; está en todas partes. Cualquier cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas y cada estrella es todas las estrellas y el sol". En su relato La inmortalidad, dice: "Si el tiempo es infinito, en cualquier instante estamos en el centro del tiempo. Si el Universo es infinito, el Universo es una esfera cuya circunferencia está en todas partes y el centro en ninguna. ¿Por qué no decir que este momento tiene tras de sí un pasado infinito, un ayer infinito, y por qué no pensar que este pasado pasa también por este presente?. En cualquier momento estamos en el centro de una línea infinita, y en cualquier lugar del centro infinito estamos en el centro del espacio, ya que el espacio y el tiempo son infinitos".


La lucidez con que Borges exploró la incertidumbre de la vida humana enfrentada ante la eternidad, le merece un lugar propio junto a Homero y Milton, los otros dos sabios ilustres que, como él, también fueron ciegos. La perpleja búsqueda de la luz del viejo Borges concluyó el 14 de junio de 1986, días antes de cumplir 87 años, cuando develó en Ginebra la incógnita de la muerte. Se fue a la hora cuando aún no hay colores. Fue el mejor amigo de sus amigos y creía que -como Europa- algún día Latinoamérica será una patria común: "pues han de desaparecer definitivamente las fronteras". No se consideró muy importante, intuía que la gloria de un poeta depende de la excitación o la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba en la soledad de sus bibliotecas. Pensaba que las ideas no son eternas como el mármol, sino inmortales como el bosque o el río. Fue uno de los escritores más revolucionarios del siglo XX; se burló de las religiones imperantes y de casi todas las naciones, de la idea de patria y de Dios, y se rió a carcajadas del yo, a cuyo culto se dedicó este siglo. Para él, Judas fue el verdadero redentor, porque se hizo traidor solo para que el cielo pudiera cumplir su profecía. Dijo que el género humano se divide en románticos e imbéciles, y declaró conocer ambos lados. Lector infatigable, consideraba que nada más extraordinario le había ocurrido que los libros conocidos: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito, a mi me enorgullecen las que he leído".

Empezó, como todos los artistas, siendo un genio. Luego se resignó a ser Borges. Esperó siempre la muerte, pero en verdad nunca estuvo en sus planes: "Tengo ochenta y siete años y nunca he muerto, por ende, no estoy acostumbrado a hacer algo que nunca he hecho". En los tiempos que vendrán, cuando alguien que aún no ha nacido se acerque al siglo XX a través de su obra literaria, lo hará sabiendo que toca a un mago mayor del arte ("Caramba -hubiera dicho-. ¿Le parece?. ¿Y si se dan cuenta que soy un impostor?").

Borges logró conjeturar, para rememorar su verbo favorito, la Biblioteca de Babel, donde, entre millones de otros libros, yace oculto el tomo infinito, eterno, el libro de arena que leyó y pudo describirnos; porque cada vez que leemos una página suya, esa página es otra, es siempre una nueva voz la que aparece. He aquí su magia: transformación en cada relectura.

Su obra es una forma de prisma, tal como era esa esfera de Pascal cuyo centro estaba en todas partes y su circunferencia en ninguna. Quizás por eso decidió morir en Ginebra, porque en Buenos Aires ya estaba del todo. Fue un hombre extremadamente cordial. Si alguien comenzaba a celebrar sus escritos; Borges lo interrumpía y trataba de convencer que no valían nada, porque consideraba que el éxito o el fracaso de sus textos poco importaba, era algo ajeno al autor mismo.

Tenía el encanto del buen humor. En cuanto se decidía a hablar le brotaban ingeniosas ocurrencias, ante notables o desconocidos. Mientras escribo esto lo recuerdo diciendo chistes en un Café de la Galería del Este, frente a su departamento en la calle Maipú de Buenos Aires, donde lo acompañé a veces. Al llegar, invariablemente alguien le preguntaba: "¿Cómo va su vista?". Y él respondía: "Muy mal, gracias". Cierto día, alguien que pasaba le gritó: "¡Adiós maestro!", él, volviéndose, dijo "Vaya, vaya, esta persona me debe haber confundido con algún director de orquesta".

Nunca se preocupaba por enterarse de quién era su auditorio, simplemente, a quien estuviera acompañándolo lo hacía sentirse cómodo, por eso se convirtió en un personaje tan popular y suele aparecer fotografiado con niños que venden diarios lo mismo que con deportistas y actrices de moda en su época, o del brazo de la persona que le traía el café. Que se sepa, sólo despreciaba a los políticos: "porque utilizan los sentimientos de las personas y manipulan". En el Café del Este le eran especialmente adictos los escritores jóvenes, y gente de teatro. Allí veía a Marilina Ross, que había terminado de filmar "La Raulito", bellísima, solía llevar una gran capa negra. En una época estaba en Buenos Aires Nuria Espert, la vimos haciendo "Yerma": estuvo una mañana a ver a Borges y tuve la suerte de acompañarlo a la función; a Borges le pareció fantástico oír decir a García Lorca desde lo alto, con los personajes descolgándose por una red colosal. Yo estaba enamorado de Soledad Silveyra y, privadamente, Borges me hacía bromas al respecto. En la vida real ella se llamaba María Inés.


La situación nos acongojaba y Borges compartía plenamente la historia: ella preparaba una canasta con comida y nos íbamos los tres varias horas a sentarnos en alguna orilla del río por las riberas de Buenos Aires. A él nunca dejaban de causarle gracia las experiencias humanas. Si alguna vez nos aconsejó, entonces, fue a ser discretos y a tomarlo todo con un gran sentido del humor. A María Inés, luego, no la vi nunca más en mi vida; pero, sé, que cada vez que escuche hablar de Borges también escuchará en la distancia el rumor de un gran amor que como todos los grandes amores tuvo que terminar un día... El departamento donde vivía entonces era minúsculo y formaba, en realidad, parte de todo un piso que estaba en la calle Lavalle, en un segundo piso, junto al cine Lavalle y con mi ventana justo enfrente del enorme letrero de neón del Select que llenaba mi habitación de luces de colores intermitentes; era un departamento de incontables habitaciones que una viuda y su hija, bailarina del teatro Colón, arrendaban por cuartos a jóvenes y estudiantes principalmente provenientes de Uruguay, de donde ellas venían. Entre quienes residían allí, vivía Estrella María, recién llegada de Montevideo para estudiar canto en el Conservatorio de Buenos Aires y que en el tiempo libre daba rienda suelta al único deseo de su corazón: ser cantante de tangos, que era lo que, en verdad, la había traído a la ciudad. Cierto día, amanecí mal de la garganta y le pedí llamar al viejo Borges excusándome de ir a buscarle, según habíamos convenido. Para mi tremenda sorpresa, a media mañana, Estrellita entró a mi habitación con Borges del brazo: había venido a dejarme unas naranjas que traía religiosamente en una bolsita de papel café; mandó a comprar pizza, él se sirvió té y Estrellita le cantó a "capella" los tangos que más amaba: Sur, El último café, Don Juan, Desencuentro (que a Borges causaba mucha gracia cuando dice eso de "qué desencuentro, si hasta Dios está llorando")... cuando ella, que comenzaba su carrera con muchos sacrificios, días después, trabajó en un lugar que había en calle Corrientes, el "Bambú", fuimos una noche a verla con Borges; era un cafetín y todos estaban encantados con la presencia ya mítica entonces del escritor.


Años después, cuando Estrellita debutó finalmente con Edmundo Rivero en el "Viejo Almacén", me escribió regocijada contándome que en primera fila ubicado estaba el escritor con un grupo de amigos, aunque, en verdad, no fuera asiduo a las tanguerías. Lo cierto es que todo el mundo llegó a identificarse con Borges: en Estados Unidos era ovacionado en cada una de sus charlas por los mismos estudiantes que en Harvard quemaban edificios y ultrajaban a los otros profesores durante los magnos eventos de los años sesentas. Los jóvenes terroristas se encantaron con él, con su personalidad impredecible. ¿Cómo explicar que los fanáticos se pusieran de pie para aplaudir a un hombre que representaba todo lo contrario de Marx, Mao o Mc-Luhan, que adoraban?. Si alguna vez se ha visto unida a la masa estudiantil de la Universidad de New York, fue cuando pidieron que se bautizara con el nombre de Borges su Biblioteca central. En verdad, desató fuertes pasiones. Los estructuralistas se le rendían. Como Borges había declarado que un poeta es un simple agente de la actividad del lenguaje, que en realidad un poema se hace solo pues es una estructura combinada por una tradición de palabras, y en la dedicatoria de su Obra Poética había escrito: "Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor".


Entonces, los estructuralistas se derretían. Para quienes creían en el budismo, Borges era budista; ¿no decía acaso que la persona se disuelve en un mundo sin tiempo?. Para los que caminan en el sendero del Tao, Borges era taoísta. "¿Hay allí al costado una luz? -solía preguntar-, ¿es una luz amarilla?". En su Elogio de la sombra escribió: "El proceso del tiempo es una trama de efectos y de causas, de suerte que pedir cualquier merced, por ínfima que sea, es pedir que se rompa un eslabón de esa trama de hierro, es pedir que ya se haya roto. Nadie merece tal milagro". Y era taoísta, no siendo al ser; ¿acaso no fue él quien popularizó aquel antiguo texto de Chuang-Tsze a propósito del hombre que sueña ser una mariposa y que, al despertar, no sabe si soñó ser una mariposa o si es ahora una mariposa que sueña ser un hombre?. Para quienes creían en Confucio o seguían el Zen u otras religiones orientales, Borges era otro gurú. Los del New Age lo aman. Para los aristócratas, pertenecía a su clase y era uno más de ellos (aunque Borges era un hombre pobre que ganaba lo justo para vivir).

Los comunistas también, en un momento, lo llegaron a saludar como uno de los suyos, y contaron con su firma para presionar intentando aclarar la suerte de los desaparecidos bajo regímenes totalitarios argentinos, además ¿acaso no corroía con sus ironías el orden burgués?. Algunos dictadores y gobiernos militares lo reverenciaron oficialmente, aunque él dijera que "los militares no son educados para pensar sino para obedecer". Cuando se le cuestionó en su país que hubiera ido a comer cierta vez con el general Raúl Videla, y luego en Chile que aceptara una medalla del general Augusto Pinochet, Borges respondió, en ambos casos, que había aceptado "para no quedar como un desatento: Por cortesía. Por supuesto que suponer que un gobierno de militares pueda ser eficaz, es tan absurdo como suponer que pueda ser eficaz un gobierno de buzos".

También los anarquistas estaban convencidos que Borges era uno de los suyos, debía serlo pues era un hombre al que agobiaba la soledad y que se decía perdido en un universo absurdo, una especie de minotauro desorientado en su propio laberinto. Para los freudianos era uno de ellos, ¿acaso no elaboraba como nadie los sueños?. Otro alto autor argentino, Ernesto Sábato, llega a dirigirse a él así: "A usted, heresiarca del arrabal porteño, latinista del lunfardo, suma de infinitos bibliotecarios hipostáticos, mezcla de Asia Menor y Palermo, de Chesterton y Carriego, de Kafka y Martín Fierro.

Maria Luisa Nombal y Jorge Luis Borges
A usted Borges, ante todo, lo veo como un gran poeta. Y luego: arbitrario, genial, tierno, relojero, débil, grande, triunfante, arriesgado, temeroso, fracasado, magnífico, infeliz, limitado, infantil, inmortal..." Quienes lo conocimos sabemos que el pueblo lo amó y en las calle le hablaban como se habla a un antiguo conocido; primero por su imagen de Quijote ciego amable con quien sea, actitud que terminó por convertirlo en una leyenda, y la leyenda es patrimonio de todos. Luego, ¿no dignificó, acaso, la milonga, los orilleros y el conventillo?. Para otros fue un idealista, un humanista, un iconoclasta, un mitómano o más verdad que nadie. Los judíos, halagados por su interés en la ciencia cabalística, exaltaban un remoto antepasado rabino en su árbol genealógico. Sin embargo, él mismo no podía formular lo que encerraba en su espíritu: era todos y ninguno al mismo tiempo. Había un Borges que escribía y otro que se dejaba escribir. Lo cierto es que si pudo soñar una letra mágica, la Aleph, imaginársela, es porque en sí mismo existía "un lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos".

Para excitar sus recuerdos de Beatriz Elena Viterbo, una mujer única, alta, frágil, deliciosa, muerta el 30 de abril de 1929, Borges visitaba todos los años, el día del triste aniversario, la casa donde ella vivió en compañía de su padre y de su primo hermano, Carlos Argentino Daneri. Es una costumbre que perdura hasta 1943, en que, demolida la casa con profundo pesar de Carlos Argentino (dolor aliviado seguramente por la obtención del segundo Premio Nacional de Literatura), el amigo evocador de Beatriz teme no poder librarse en lo sucesivo de la angustiosa obsesión de acudir siempre, con inútil afán, al lugar en donde estuvo el inmueble, sobre todo porque allí fue donde conoció la aleph. Pero la resignación y el olvido realizaron su obra corrosiva y la tranquilidad hubo de volver a su espíritu, no obstante que eran tardes, aquellas de sus 30 de abril conmemorativos, plenas de íntimas sensaciones y de retratos: Beatriz con antifaz en un carnaval, Beatriz el día de su boda con Alberto Alessandri, Beatriz en una cena en el Club Hípico, Beatriz poco después de su divorcio...Carlos Argentino Daneri, "rosado, considerable, canoso, de labios finos", era, en rigor, un espíritu trivial, aunque apasionado; gesticulaba mucho y hacía versos, teniendo entre sus trabajos poéticos asuntos de gran envergadura, como aquel poema que titulaba La Tierra, en que describía el planeta embutiendo en el texto frecuentísimas muestras de su extensa cultura, "prestigiando" a la par su inspiración épico-lírica y el sentido universal de su obra: "Tal vez estaba loco", llegó a creer el fiel amigo de Beatriz, por un cierto 30 de abril, en que Carlos Argentino lo dejó encerrado en el oscuro sótano de la casa y en una postura incómoda, para que observase cierta rara maravilla.


 Cuando Argentino cerró la trampa, Borges -sumido en las tinieblas- pensó, súbitamente aterrado, que acaso el poeta tenía el propósito de dejarle morir en aquel subterráneo, para lo cual, antes de bajarlo, lo había preparado razonablemente, narcotizándolo con una copa de coñac del país. Pero pronto se tranquilizó, al ver, en efecto, y tal como se lo describía Carlos, el prodigio: era una pequeña esfera de dos o tres centímetros, tornasolada, de increíble luminosidad, llena de espectáculos vertiginosos, continente de todo el espacio cósmico, en la que cada cosa podía verse desde todos los puntos del universo. Borges vio allí la poética unidad de cuanto en el mundo existe: el mar, el alba, la tarde, las muchachas de América; Londres en forma de laberinto roto, las baldosas de un patio remoto en su memoria, vapor de agua, un campo de magueyes, convexos desiertos, una mujer inolvidable, un poniente en Querétaro, tigres, sombras oblicuas, espejos, una playa del mar Caspio, cartas obscenas que Beatriz había escrito a Carlos Argentino, dos lobos amándose en un amanecer, la circulación de su propia sangre; en fin, en la esfera vio al inconcebible universo.

Cuando el espectador de tan pasmosa magia acierta a levantarse, oye a Argentino que bromeaba ubicado en el punto mas alto del subterráneo, y le preguntaba si hubo visto bien todo, en colores: "Si", responde Borges; dice que estaba realmente formidable todo y le agradece la hospitalidad de su subterráneo. Pero le aconseja que aproveche que van a demoler la casa para alejarse de la gran urbe y marcharse al campo, "ya que todos dicen que el campo rehace la salud".

Respecto a la esfera maravillosa, se negó en absoluto a discutir. La Aleph es la primera letra del alfabeto hebreo: no puede ser articulada pero es la raíz, el principio, de todo lo articulado. Incluye a todas las otras letras. Suma toda posible comunicación humana, toda expresión del universo, es la vida misma. Los cabalistas dicen que encierra en su forma todo lo que se ve y todo lo que no se ve. Es tan poderosa su fuerza que cuando Dios entrega los Mandamientos, la aleph de Anokhi, "yo", la concluye demasiado abrumadora para el pueblo, y debe Moisés, por la inspiración divina, dictar los preceptos en una estructuración humana del lenguaje de Dios.


De lo que deducen que las letras no sólo sirven como medio de comunicación sino que también son energía pura, cuya mayor intensidad se da, por lo tanto, en la aleph. En el Zohar o Libro del Esplendor, un tratado de filosofía cabalística de autor desconocido que se cree fue escrito entre el siglo III y el IV de nuestra era, se lee que las letras que responden a la forma gráfica de la aleph se refieren a los elementos fuego, agua y aire. En la misma introducción de esta obra, a la cual los místicos otorgan calidad de sagrada, se narra una lucha entre todas las letras para obtener el honor de ser la primera letra; finalmente ocupa este sitio la aleph, pues esta encierra "el secreto de arriba y de abajo y todos los misterios de la fe dependen de ella. Por eso es su valor uno. Y todo es aleph. Mientras esta letra flotaba por los aires, mil cien mundos se dividieron para ser contenidos en ella. Y las otras letras fueron modeladas a partir de ella y ella se coronó con una corona formada por todos los mundos".

Alguna vez pregunté a Borges por el diseño gráfico con que él ubicaría una aleph y dijo que esta letra tenía la forma de un hombre suspendido en el aire, con sus brazos extendidos: uno apuntando a las estrellas y el otro a la Tierra. El solía comentar que su cuento El Aleph era "nada más que una historia de amor, escrita como excusa para nombrar a Beatriz Elena Viterbo", una mujer que realmente existió en su vida y a la que él amó sin esperanza: "Tuve que escribir de ella para matar su recuerdo. O su recuerdo me iba a matar a mi". En efecto, quien lee el cuento, la primera información que recibe es la de la muerte de Beatriz, circunstancia que se transmuta en una senda de conocimiento que va del amor quebrado a una revelación superior; de la angustiosa soledad en que Borges queda luego de ser rechazado florece un aprendizaje espiritual: "Su desprecio me hirió de un modo intenso y profundo, pero ciertamente efímero: no podemos seguir amando a una persona que evidentemente no nos ama.


 A lo más es posible llegar a admirarla sobre la base de que esa mujer no nos ama porque uno se da cuenta de que no es digno de ser amado, pero seguirla amando sería una forma de suicidio. Yo creo que desde el momento en que una mujer deseada nos ha rechazado, en adelante empieza a producirse en la vida un fenómeno que es muy doloroso, pero que va borrando la herida y también el sentimiento; y uno debe tratar de pensar que efectivamente están borrándose". Esto es, el vacío que la ausencia de ella deja en Borges, no hace sino confirmar un sin sentido más amplio: el mundo ahora es un espectro, una serie de sustituciones y parodias pues para él todo había perdido significado, todo en su vida comienza a flaquear, incluyendo su memoria, que le flaquea hasta el punto de que va olvidando los rasgos de Beatriz Elena Viterbo...

Entre lo que aprendió Borges curioseando en la esfera maravillosa conoció a un "gólem". De acuerdo a los libros antiguos, el vocablo "gólem" (que acentuamos para dar énfasis a la pronunciación, aunque la grafía más antigua no lleva acento pintado), voz que nos llega especialmente por el folklore judío, significa algo amorfo, una sustancia indeterminada, en estado de embrión. El gólem más popular de nuestra época es Frankenstein, que se nos hizo familiar a partir del cine, que recrea, primero, la novela famosa de Mary Shelley, y luego nos entrega una larga lista de variaciones que, hasta ahora, se hacen del tema. Frankenstein es la historia de un cuerpo hecho a partir de restos de otros cuerpos, mas fluido eléctrico; y plantea un problema de enorme significación ética.


Porque si para los textos religiosos que narran el origen del hombre, el Hacedor puede ser Dios o varios dioses, ahora el que hace es un hombre dotado de determinada inteligencia, con ciertas cualidades en general más inclinadas al campo de la ciencia. Es de enorme significación que ahora el Hacedor sea un hombre y no un dios. Esto, pensando que la creación de vida es o debiera ser privilegio de Dios, considerándose, hasta ahora, un acto de soberbia pretender crear la vida recurriendo a medios artificiosos. Hoy, el gólem puede emparentarse con la figura de un robot cibernético, o con la memoria que despertamos cada vez que encendemos el computador. En que los conceptos de imagen y semejanza no comprenden necesariamente similitudes externas, de fisonomía: muchas veces incluyen únicamente igualdad de facultades. Es así que la mayoría de los gólems cibernéticos carece de un aspecto físico similar a nosotros, que los creamos. En nuestros computadores reproducimos, aumentadas en potencia, ciertas facultades humanas, como, además de la memoria, nuestra capacidad combinatoria de la mente, pero raramente se ha ensayado a la máquina con forma de hombre. Más bien se intenta cada vez más la miniaturización para, francamente, un día hacer mejor nuestro cuerpo, más perfecto, a partir de adaptar la máquina a nosotros, no adaptarnos nosotros a la máquina, a lo que seguramente llevaría el camino contrario.

Sin embargo, gólems con nuestra forma humana se han hecho a manera experimental, con fines específicos, en que se da énfasis a la perfección de sus brazos, por ejemplo, si se quiere para explotarlos manualmente. Por supuesto que la vida artificial, en el momento en que se encuentra la ciencia, está en un punto de encuentro entre la cibernética y la biología.

Autores contemporáneos llegan a hablar de nuevas especies que existen dentro de las computadoras y cuyo ADN es digital. En todo caso, la posibilidad cierta de la ciencia hoy día hace posible la realidad del gólem, más allá de las leyendas que han rodeado desde antes al vocablo.

Sólo digamos que si Adán, el primer hombre de la tradición hebrea, fue constituido de barro y un soplo por Dios, en nuestra América, entre los mayas los dioses crearon a los primeros seres humanos con lodo, y luego con madera, pero no quedan satisfechos, y deciden aplicar lo que había en cantidad: el maíz. Así, finalmente amasados con maíz, la sustancia primordial del universo en las culturas mesoamericanas, sólo entonces los gólems cobran vida. En Chile, de acuerdo a nuestra tradición del Sur, Llituche es la pareja a la que se atribuye el origen de la humanidad. Llituche significa "gente que comenzó". El mito dice que comenzamos de un compuesto basado en las propiedades de unas doce hierbas medicinales, imposibles de identificar actualmente por no haberse conservado el nombre vulgar de las mismas.


 Sin embargo, en recuerdo de entonces, quedó viviendo entre nosotros un Espíritu benefactor, el Ngumalillahuen, que protege la vida de las personas sin que se lo llame, encarnado en las numerosas hierbas medicinales. Son gólems hechos a imagen y semejanza de nuestros sueños. En la novela Der Golem de Gustav Meyrink que menciona Borges, el gólem es vivificado por invocaciones divinas. Horacio Quiroga en El hombre artificial crea su gólem animado por la energía que produce el sufrimiento de indigentes que son torturados. La relación entre el creador y su criatura también ha obedecido a diversas perspectivas, determinadas por el éxito o fracaso de los fines perseguidos por el hacedor al fabricar la obra. Generalmente el gólem se rebela contra el que le infundió vida. En Las ruinas circulares, para Borges el creador es un hombre dotado de ciertos poderes: un mago; la materia del gólem es "aquella incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños", animada por invocaciones divinas y el fuego. La invocación como motivo frecuente en la obra de Borges, canta a la omnipotencia de las palabras, que no son símbolos arbitrarios sino parte vital de lo que definen.


En su poema propiamente llamado El Gólem, en el primer cuarteto Borges remite a uno de los diálogos de Platón, el Cratilo, en el cual se discute si el vínculo que existe entre las palabras y las cosas es arbitrario o motivado. Afirmando una de las respuestas posibles, la de que "el nombre es arquetipo de la cosa", infiere que debe haber un significado verbal que cifre la omnipotencia del Hacedor: el rabino Judá León, el héroe del poema, se dedica a buscar esa misteriosa palabra mediante el procedimiento de realizar distintas combinaciones de letras, hasta que da con el nombre secreto de Dios y lo pronuncia frente a un muñeco que él mismo había fabricado de un modo precario. Tanto en el poema, escrito en 1958, como en el cuento escrito 18 años antes, Borges sienta ciertas pautas: la creación de un ser artificial por un hombre magnífico, la invocación mágica para animarle, el carácter irreal del gólem y la certeza de haber creado a un ser inferior. Quien habla en el poema se refiere al gólem como a un simulacro, algo no originario, lo que se manifiesta como copia deficiente, un remedo, una inútil e imperfecta repetición; en latín, simulacro significa representación figurada, imagen, copia; pero además quiere decir fantasma, espectro, sombra; en el cuento, el mago teme que su "hijo" descubra "su condición de mero simulacro". En el poema, el gólem imita a su dios, que es el rabino, ejecutando "idénticos ritos".


La "salida borgeana" la constituye la idea de que el creador es de la misma condición que la criatura. En el cuento, al fin el Hacedor es también un gólem, un ser imperfecto como su creación; pagando en las últimas líneas la vanidad de creerse otro siendo el mismo: "No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!...Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo". En el poema, mientras el rabino Judá León contempla a su gólem "con ternura y con algún horror", y se lamenta de haber creado a un hijo deficiente, Dios lo observa, y piensa lo mismo sobre su propia creación. Para algunos, el hombre es un gólem de Dios, para otros, como Nietszche, Dios es un gólem de los hombres. Preguntar a Borges con cuál de estas dos posturas está de acuerdo no procede, no es pertinente, porque, para él la filosofía es una rama de la literatura fantástica.

A Borges lo conocí en la calle, precisamente en la Galería del Este que cruza desde Florida hasta Maipú, donde él tenía su hogar. Hacía pocos días que yo había llegado a vivir en Buenos Aires para estudiar en el Conservatorio de Arte, tenía diecinueve años, era abril de 1973 y no conocía a nadie. No lo sabía entonces, no podía saberlo, pero viví cuatro años en Buenos Aires, y fue un tiempo en que me hice, sin duda, mejor. De las calles del centro de Buenos Aires emana un perfume como el sándalo, y brotan edificios elevados entre cúpulas y altillos, con patios donde crecen jazmineros, y con su río a la derecha. Babilonia a la hora del crepúsculo de la tarde con música de Piazzola, el Tigre cercano, Nazareno Cruz y el lobo, los boliches, Evita sonriendo desde un afiche en las calles.


Perón e Isabelita. La pura efervescencia. Eso era Buenos Aires. Una tarde, en el Café del Este, me pareció ver un rostro conocido: era una mujer que sobresalía en el grupo de personas que cruzaba los pasadizos que conforman el sitio, franqueado por murallas de tiendas iluminadas, en la puerta de una de las cuales ella se había detenido. Fui en esa dirección, llevado quizás, ahora pienso, por el Hacedor de caminos; en todo caso ni remotamente me podía imaginar que ella era María Luisa Bombal, que los chilenos leemos desde niños. Entraba en su vejez, el pelo bien negro cortado a lo paje, con más energía de la que ella misma creía; traía del brazo a un hombre ciego que guiaba con prontitud. Al pasar a su lado, ella, notándome, con un leve ademán, ordenó que me acercara:

-Ven y quédate con Georgie mientras entro y compro algo. Vuelvo de inmediato -dijo ella-. Y, sin más, puso el brazo del hombre ciego apoyado en mi propio brazo, desapareciendo por la puerta de una tienda. Casi de inmediato, el anciano ciego ordenó que ocupáramos una mesa propiamente tal en el café, y así lo hicimos. Debo decir que entonces no supe que el amabilísimo hombre ciego era Jorge Luis Borges, de quien no había leído nada. Sólo lo recuerdo como a una persona esencialmente cálida y bien predispuesto, de buen humor. Al igual que lo era ella, quien no tardó demasiado, integrándose en la mesa al instante. No recuerdo en absoluto de lo que se habló. Seguramente sólo me limitaba a escucharlos. Sin embargo, me parece haber dicho algo que les causó gracia porque los recuerdo riendo; en todo caso la situación fue de lo más natural. Luego, simplemente, nos paramos, me despedí diciendo algo cordial, ella tomó al hombre cegado de la mano, que a todo asentía, y siguieron caminando. Borges, era obvio, se notaba encantado en presencia de María Luisa Bombal, a quien sólo volví a ver varios años después, cuando fuimos vecinos en la calle Merced de Santiago.

El maestro Borges me aceptó sin más por el solo hecho de haber mediado, fortuitamente, María Luisa. El caso es que, uno o dos días después, vi nuevamente a Borges: estaba despidiéndose de alguien que lo había ayudado a cruzar la calle hasta la entrada misma de la galería del Este por Maipú, luego comenzó a andar, solo, atravesé rápidamente y me acerqué. Al saludarlo retuvo mi mano entre las suyas unos instantes, que era uno de sus gestos característicos cuando saludaba a alguien, luego lo acompañé a comprar algo, para de regreso pasar al Café del Este donde conversamos mucho rato. Luego lo dejé en su hogar, lo que ocurriría no pocas veces durante los años que viví en Buenos Aires. Borges me hizo, sin duda, más civilizado. A mi abuelo, que también fue quedando ciego como un lento atardecer de verano, de niño solía leer para él, a viva voz, pasajes de la Biblia que me indicaba cada día. Y con Borges igual así se hizo costumbre, naturalmente, desde un comienzo.

A veces ni siquiera me imaginaba cómo se debía pronunciar una palabra, pero su infinita paciencia suplía mis deficiencias. Pienso haber hecho como aprendí a leer para un teatro de títeres que administraba mi hermano: le contaba lo que leía, sin cambiar una palabra, sólo acentuando las situaciones que narraba utilizando los sonidos normales de la voz. Algunos textos que me pedía leer, ya se los sabía de memoria, y a ratos acompañaba mi lectura con un leve susurro que ahondaba el sonido. Su madre estaba viva, era una lúcida anciana, de ojos verdes tan claros que parecían transparentes. Le encantaba que la visitaran y la frecuentaban no pocas personas. Doña Leonor no tenía el menor reparo en recibir en sus habitaciones si estaba recostada, y vivía absolutamente al tanto de lo que ocurría en el mundo.

Borges, por su parte, era magnífico (quizás si la palabra magnífico no le hubiera molestado). En una reedición de sus Obras Completas (Emecé), publicadas después de la muerte de Borges, se explica que "estas fueron corregidas por Borges hasta su producción de 1980, y no incluyen algunos de los títulos antes mencionados, por decisión de su autor, a quien nunca abandonó el sentido de la medida". Por eso Borges no escribió una novela, porque sentía una desconfianza instintiva ante los absolutos. Quizás fue esta la razón que tuvo para desconfiar de Dios: tal perfección lo horrorizaba. Y optó por las formas mesuradas. Fiel a esta estética ni siquiera intentó escribir un poema demasiado extenso.


 Curiosa singularidad: los intentos literarios característicos de quienes sobresalen como escritores en el siglo XX, están animados por una ambición desmedida. Mientras, Borges es la contraparte (en América, que se sepa, en esta cualidad sólo se le equiparan María Luisa Bombal y Juan Rulfo). Sus textos tienen, en su reducción, la gracia de los seres vivos, de lo que brota naturalmente armónico y ofrece una visión única e inimitable de la naturaleza, como espléndido regalo al hombre inmortal arrodillado ante el tiempo que dura una vida, vencido por la incógnita de la muerte. Son textos vivos también porque están envueltos en el misterio de la sangre, en los apetitos y obsesiones del amor y sus eternas y universales manifestaciones, sin embargo, únicas. La misión del escritor, que ha de tenerla, es sacar de las tinieblas la luz, es hacer explotar, con el brillo de diez mil soles, lo que está apagado en la zona oscura del ser. Y Borges lo recordó: su obra habla de la antigua sabiduría de ser a un mismo tiempo lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos, de ser, juntamente, la primavera, el otoño, el invierno y el verano de la vida.


(C) Waldemar Verdugo
Fuente:  http://www.letras.s5.com  

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