Héctor Zagal Arreguín
El autor de El Aleph está empapado de cultura cristiana, y su postura se va perfilando por el continuo roce con ella; especialmente con el catolicismo. En esta ocasión mi propósito es mostrar la lejana cercanía —no se qué otra expresión usar— de Jorge Luis Borges respecto al cristianismo. El tema de la inmortalidad, la existencia de Dios, el Dios trinitario y otros temas son discutidos en este ensayo.
Borges es un autor particularmente atractivo para quienes tenemos una formación metafísica y cristiana. Las abundantes citas de autores antiguos, su familiaridad con la patrística y, sobre todo, sus desplantes filosóficos, ejercen una poderosa atracción sobre quienes hemos sido educados en contacto con san Agustín y Aristóteles. Borges se nos presenta como un reto, un campo de investigación lo suficientemente enigmático para escapar de la monótona investigación "escolar" y, al mismo tiempo, lo suficientemente cercano como para no implicar un alejamiento excesivo de nuestros supuestos dominios.
Borges me recuerda a los ilustrados franceses: no pocas veces su importancia está en franca dependencia de su diálogo con el cristianismo. Sin un "infame" a quien aplastar, Voltaire pierde la mitad de su encanto, su pluma puede volverse sosa. Algo similar ocurre con Borges. El autor de El Aleph está empapado de cultura cristiana, y su postura se va perfilando por el continuo roce con ella; especialmente con el catolicismo. En esta ocasión mi propósito es mostrar la lejana cercanía —no se qué otra expresión usar— de Borges respecto al cristianismo.
El temor al más allá
Borges no anda por las ramas; muy pronto pone las cartas sobre la mesa. La pregunta verdaderamente importante de la vida filosófica (y de cualquier género de vida) es saber qué será de nosotros después de la muerte, en caso de que la muerte no sea en verdad la última palabra. Borges toma el toro por los cuernos dedicando una parte importante de su obra a tantear diversas respuestas a esta pregunta. La mortalidad o la inmortalidad a ella opuesta son una obsesión que surca casi todas sus páginas.El punto de partida de Borges es extraño. Mientras que la mayoría de los "modernos" inician con una duda, o al menos la sospecha negativa sobre la existencia de un más allá, en Borges sucede lo opuesto. El aparato intelectual del cristianismo moderno (me refiero a muchas tendencias, católicas y protestantes, del XVII a nuestros días) intenta demostrar racionalmente que sí existe un más allá, que sí hay indicios o pruebas de que el alma es inmortal. Tal cristianismo asume la carga de la prueba. Borges hace precisamente lo contrario. Lo plausible es la inmortalidad y toda su obra es un intrincado mecanismo orientado a desmontarla, aunque irremediablemente tiende a creer en ella.
La inmortalidad del alma es el punto de partida de Borges, El materialismo se encuentra lejos de su arranque. Si no fuera así, si Borges partiera de que somos animales más o menos evolucionado cuya única certeza es la muerte, más allá de la cual no hay sino una tumba llena de gusanos que comen algo que "no soy yo", la mitad de su obra sería palabrería inútil. La mayoría de los hombres tememos a la muerte con un movimiento intelectual y sentimental instintivo: Borges no. El teme a la inmortalidad. El temor a la muerte sólo aparece de manera tardía. Mientras que a la mayoría de los hombres la inmortalidad nos parece un dato difuminado, una creencia amparada en la fe religiosa que intentamos detentar racionalmente a costa de horas de estudio y cavilosos esfuerzos, en Borges el planteamiento es inverso, la inmortalidad es lo evidente. La disolución del yo en la tierra es lo menos plausible. Tal actitud sólo se explica por el contexto cristiano en que Borges se maneja. Él parte del cristianismo y su obra puede entenderse como un continuo intento de escapar de la religión de la cruz. El primer paso de esta fuga es desvanecer la amenazadora inmortalidad.
Su posición acerca de la inmortalidad merece muchos matices. Cuando se sincera, Borges reconoce que no es la inmortalidad sin más lo que realmente teme. Es su propia inmortalidad la que le produce vértigo. Borges teme ser para toda la eternidad él mismo porque sería muy aburrido. No quisiera que su finitud, su monótona y tediosa finitud, se extendiera indefinidamente. [1] La condición finita es aburrida: lo finito fastidia y cansa. Es demasiado aburrido ser Borges para toda la eternidad. No le faltan motivos; vista desde cierta perspectiva la inmortalidad puede convertirse en el más terrible de los castigos
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