El rechazo a la Trinidad, atestiguado por La historia de la eternidad, [4] está basado en una discusión sobre las procesiones trinitarias, muy a pesar del aparente desenfado con que Borges se refiere a las hipóstasis. No es éste el lugar para exponer la doctrina agustiniana de las procesiones; soslayo la argumentación. Lo llamativo es que Borges, sin ser cristiano, se aboque a una discusión que incluso a más de algún intelectual católico resultaría especializada. Únicamente destacaré algunos detalles del razonamiento borgeano al concebir la temporalidad.
El punto medular de la cuestión trinitaria y uno de los fundamentos del ateísmo borgeano es la tendencia a concebir la Trinidad en términos temporales. Borges se refiere a la Trinidad en términos de un colegio perfecto, un colegio de tres personas en absoluto acuerdo, pero al fin y al cabo, colegialidad. Borges incrusta la Trinidad en la temporalidad: la divinidad se mundaniza y diluye. Al hacerlo abandona de raíz el cristianismo y la posibilidad de una inmortalidad feliz. ¿Qué otra religión puede ofrecerle un paraíso atemporal, perpetuo presente, donde la memoria (que capta el fluir del tiempo) sea superflua? Con toda razón Borges se aterra ante la posibilidad de una inmortalidad —una intemporalidad— sin Dios. Ahora está solo con su alma y tendrá que deshacerse de ella.
Esta negación de la Trinidad entendida en términos temporales, lo aleja no sólo del cristianismo, sino incluso del teísmo. Su rechazo de Dios es semejante a su rechazo de la Trinidad. No considera que Dios pueda liberarse de la temporalidad. En Borges no hay espacio para Dios: un dios temporal es un dios que no es dios.
Presenciamos la lucha de Borges contra su atavismo. Se ha librado con relativa facilidad de Dios (que sólo acechará de cuando en cuando en forma de panteísmo), pero no logra desembarazarse con igual facilidad de la inmortalidad. En este marco cabe discutir el sentido de Everness.[5] Borges no se entrega mansamente a la muerte, se resiste a la aniquilación del yo a costa de adoptar rasgos panteístas. Adviértase cómo el origen de la desesperación es la memoria conservada misteriosamente en la mente de Dios o en el Arcano del universo:
Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
Y cifra en su profética memoria
Las lunas que serán y las que han sido.
Ya todo está. Los miles de reflejos
Que entre los dos crepúsculos del día
Tu rostro fue dejando en los espejos
Y los que irá dejando todavía.
Y todo es una parte del diverso
Cristal de esa memoria, el universo;
No tienen fin sus arduos corredores
Y las puertas se cierran a tu paso;
Sólo del otro lado del ocaso
Verás los Arquetipos y Esplendores.
El ansia (y horror) de muerte e inmortalidad adquiere en Ewigkeit [7] tonalidades patéticas; todo perece, la memoria sobrevive.
Torne en mi boca el verso castellano
A decir lo que siempre está diciendo
Desde el latín de Séneca: el horrendo
Dictamen de que todo es del gusano.
Torne a cantar la pálida ceniza,
Los fastos de la muerte y la victoria
De esa reina retórica que pisa
Los estandartes de la vanagloria.
No así. Lo que mi barro ha bendecido
No lo voy a negar como un cobarde.
Sé que una cosa no hay. Es el olvido;
Sé que en la eternidad perdura y arde
Lo mucho y lo precioso que he perdido:
Esa fragua, esa luna y esa tarde.
La lucha de Borges contra Dios ha sido excesivamente espiritual, no crítica a la usanza de catecismo estalinista sino rebelión al estilo de heresiarca antiguo. Ha puesto en juego demasiadas vivencias espirituales, demasiados argumentos teológicos para combatir a Dios; él mismo se ha cerrado la posibilidad de refugiarse en un cómodo materialismo. Borges no es Epicuro; el escritor argentino no llega a desentenderse de los dioses como sí lo consigue el filósofo del jardín. Tal parecería que Borges ha tenido experiencias estéticas (¿místicas?) de tal envergadura en su lucha contra el cristianismo que a pesar de haber matado a Dios, no logra exterminar la inmortalidad. Se genera una lucha contra ella en su forma de perdurabilidad en la memoria.
Lo esencial de la vida fenecida
—la trémula esperanza,
el milagro implacable del dolor y el asombro del goce—
siempre perdurará.
Ciegamente reclama duración el alma arbitraria
cuando la tiene asegurada en vidas ajenas,
cuando tú mismo eres el espejo y la réplica
de quienes no alcanzaron tu tiempo
y otros serán (y son) tu inmortalidad en la tierra.
El tiempo presente y la aniquilación del mundo
En su lucha por escapar de la inmortalidad, de la memoria y de la temporalidad, Borges vuelve a echar mano de armas cristianas, o si se prefiere, de armas platónico-cristianas.
El autor de El Aleph gusta de afirmar que la filosofía es ficción. Todo en el mundo es metáfora, una idea, una palabra pronunciada por otro
No hay comentarios.:
Publicar un comentario